Año 0, Num.01 Ética de la Comunicación

Revista electrónica de divulgación en materia de Comunicación

Centro de Investigación para la Comunicación Aplicada (CICA)
Facultad de Comunicación
Universidad Anáhuac México Norte

29.7.08

Violencia mediática: una reflexión desde la ética general

Carlos Lepe Pineda

Introducción


El presente es un texto de ética. Para se
r más precisos, se trata de un documento sobre la ética general y una aplicación concreta al caso de la violencia mediática. Para iniciar esta reflexión, considero que la pregunta fundamental es: “¿Cuáles son los elementos constitutivos de la ética?” (Etxeberria, 2002a).

Con el fin de desarrollar esta pregunta, llamo la atención, en un primer momento, sobre el referente fundante de la ética: la persona humana. Parto del hecho de que la ética no puede explicarse sin la persona y, dicho en una palabra, pierde su sentido y su contenido esencial al desvincularse de ella.

En un segundo momento, propongo que los elementos fundamentales de la ética, disciplina filosófica bimilenaria, son los valores, las normas y los principios. La aclaración de cada uno de estos elementos, sus relaciones (“coordinación”) y su jerarquización, serán objeto de nuestras consideraciones.

Finalmente, ofrezco algunas reflexiones generales sobre la aplicación de este esquema filosófico a la ética profesional (a modo de una “ética general de las profesiones”[1]) y concretamos aún más con el caso de la violencia en los medios de comunicación masiva.

Ética y persona

Me parece que la filosofía no ha olvidado
a la persona en cuanto sujeto de la ética. Si somos sinceros, quizás en buena parte la crisis que se vive hoy día en la filosofía a nivel mundial nace de este “excesivo” insistir en la persona y en el sujeto como el punto decisivo de la filosofía. Acaso de este exceso nace el relativismo y el subjetivismo moral que han marcado la historia del siglo XX: desde la insistencia en el ser del hombre como libertad (Sartre), hasta la disolución de la ética en la mentalidad posmoderna individualista.

Sin embargo pienso que, si bien se ha hecho un gran énfasis en la persona como sujeto, se ha omitido (acaso “olvidado”) a la persona como fin. En efecto, la persona humana filosofa no para hacer filosofía
, sino para resolver problemas vitales, problemas en los que “se le va la vida”. Con el quehacer filosófico lo que se busca es poner las bases de una vida más plena, de una vida más humana, más solidaria y lograda para todos y para cada uno. En una palabra: el fin de la actividad filosófica es la persona humana.

Así pasa con la ética. Cuando olvidamos el fundamento, el punto de partida y el genuino fin de la ética, entonces perdemos el referente sólido y pareciera que toda reflexión es válida. El punto de partida y el fin de la ética es la persona humana. Hacemos ética para iluminar las condiciones de vida que permiten la realización de la persona; hacemos ética para indicar a la persona los grandes elementos que le pueden orientar sobre cómo vivir su vida, sin denigrar su estatura humana, sin poner en riesgo su propia felicidad (Etxeberria, 2002b).

La ética tiene un fundamento antropológico fundamental. De hecho, hay quien piensa hoy día que hacer ética no es sino detenerse en un capítulo especial de la antropología.
[2] Si me apuran un poco, estoy dispuesto a sostener tal afirmación. Lo que es cierto es que una ética sin antropología es vacía. También hay que decir, recordando una afortunada frase kantiana, que la antropología sin ética es ciega.

La antropología filosófica afirma la dignidad y la centralidad de la persona humana. La ética tutela esta dignidad y esta centralidad. Dignidad que quiere decir “valor”, y en la antropología se asume que el valor de la persona humana es infinito, mayor inclu
so al universo entero. Centralidad, por su parte, implica la subordinación de todo proyecto al servicio del hombre; dicho de otro modo, centralidad que implica que no puede sacrificarse a la persona en favor de un sistema: el valor de la persona está por encima de los sistemas, las estructuras, las organizaciones, y más bien estos últimos se encuentran (deben encontrarse) al servicio de aquélla.

En conclusión, de esta primera parte quiero dejar firmemente establecido que la ética no es una disciplina autónoma; al contrario, es fundamentalmente antropológica y sólo tiene sentido si se mantiene fiel a su punto de partida y a su fin específico: la dignidad y centralidad de la persona humana.

Valores, normas y principios

Pero avancemos un poco más en nuestra reflexión. ¿Qué es la ética?, podemos preguntarnos. Todavía más, ¿cuáles son sus elementos componentes fundamentales? La primera pregunta la hemos respondido ya someramente: es una disciplina al servicio de la plenitud humana.

En cuanto a la segunda pregunta, con
viene recordar algunos elementos fundamentales que encontramos frecuentemente señalados en la reflexión ética, a saber: los valores, los principios y, más extrañamente, las normas.[3]

Respecto de los primeros, los valores, parece claro que constituyen el primer horizonte de la ética. En efecto, los valores son grandes indicadores de bien que nos señalan, de un modo abstracto, el ideal al que debemos aspirar en la vida moral: la humildad, la sinceridad, la persevera
ncia y el profesionalismo iluminan la vida personal y colectiva, y la enriquecen con miras a una genuina plenitud.

Ahora bien, una ética puramente basada en valores es aún una ética incapaz de decidir, en casos concretos, cuál es la mejor línea de acción. Pareciera que es necesario algún otro elemento decisional que permita una opción ética acerta
da en una situación concreta.

Es en este punto de la reflexión en el que la filosofía moderna ha echado mano de los principios éticos: el de justicia, el de autonomía, el de no maleficencia y el de beneficencia parecen erigirse como norma s
uprema del actuar. La decisión ética parecería jugarse en la relación armónica entre estos principios. Mientras se puedan sostener todos ellos, entonces la decisión ética sería íntegra. En ocasiones habría que sacrificar unos para privilegiar otros. En el fondo, en este modelo la ética aún tiene mucho de incierto.

Frente a esta línea principialista, me parece que es necesario volver a destacar la importancia de las normas éticas como elemento fundamental de esta disciplina filosófica. Volvamos a los valores. En efecto, los valores carecen de contenido pues, como ya mencionamos, son indicadores de bien que orientan a la persona de manera abstracta. Sin embargo, nuestras acciones concretas están totalmente orientadas en un sentido específico y tienen un contenido bien definido. La pregunta es, ¿cómo dar contenido a los valores? El contenido de los valores, hay que decirlo con decisión, está expresado en las normas morales. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que sin las normas, los valores quedarían reducidos a realidades puramente aspiracionales, despreciables porque no se corresponden con la realidad empírica de la vida. Igualmente, si las normas no estuviesen referidas a los valores, parecerían puramente realidades empíricas generalizadas y no expresiones universales de un bien de orden superior.[4]

En efecto, las normas quieren expresar el bien de un modo concreto. Sin embargo, para hacerlo existen dos vías: la positiva y la negativa. La vía positiva de expresión del bien implicaría enlistar todo el bien posible de realizarse: tare
a titánica y materialmente imposible. La vía negativa de expresión del bien es mucho más aceptable: consiste simplemente en establecer los mínimos éticos de la conducta, esto es, el límite inferior de la acción por debajo del cual se viola la norma ética. Ésta ha sido la estrategia de las éticas de contenidos: expresar negativamente la norma moral por motivos puramente de brevedad, sin limitar por ello el bien que la persona está llamada a hacer.

De este modo, las normas morales, por motivos de economía, se expresan mejor con la partícula “no”, por ejemplo: “no matar”, “no robar” y “no mentir”. Pero la norma moral no quiere implicar que la bondad moral de la persona consiste en abstenerse de matar, de robar y de mentir. Al contrario, estas normas morales señalan que sólo puede realizarse el ideal expresado por los valores cuand
o, al menos, partimos de la base que supone el no matar, el no robar y el no mentir, pero que la realización moral se encuentra en el horizonte que parte de esta realidad negativa. Es decir, no sólo no debemos matar, sino debemos promover la vida humana desde su origen hasta su muerte natural; no sólo no debemos robar, sino es bueno el ahorrar, el compartir, el dar de nosotros mismos a los demás; no mentir es una excelente convicción, pero aún mejor es decir la verdad, es ser prudentes en nuestra comunicación de la verdad, es dar la verdad con amor a los que la necesitan.[5]


Y estoy convencido de que sólo después de afirmar los valores como realidades abstractas y las normas morales como contenido de los valores, podemos entonces apoyarnos en los principios éticos.

Para decirlo en una palabra: los principios éticos
no cumplen la función de criterios rectores, sino de criterios auxiliares en la decisión ética en situaciones de perplejidad. En efecto, los principios éticos, por su propia naturaleza, carecen de contenido. Son vacíos y sólo suponen cierto tipo de compromiso en la relación que se establece entre ellos. En el modelo ético que venimos exponiendo hasta este punto resulta fundamental el afirmar que en la vida ética la primacía la tienen los valores. Sin embargo, éstos requieren de las normas para tomar contenido éticamente significativo. Finalmente (y sólo finalmente), los principios aparecen para iluminar la vida ética de los hombres.

Resulta por demás peculiar (y, sin embargo, tremendamente significativo) que hoy día se afirmen primero principios como el de autonomía, justicia o
no maleficencia que algunos otros verdaderamente clásicos y sumamente útiles, como el del mal menor, el de doble efecto o el de sindéresis, este último no por simple menos fundamental e importante. La razón de este fenómeno debe buscarse en el modelo ético que se sigue: si es de tipo principialista, entonces se seguirán los principios antes señalados; si es personalista, podremos encontrar el verdadero lugar de los principios pues, como decíamos, se trata de auxiliares en la decisión ética, es decir, marcos de análisis que, en situaciones sumamente complejas (que involucran la propia vida o la de los demás, o que implican efectos tremendamente negativos para unos u otros), nos dan indicios acerca de cómo actuar éticamente (Cuervo, 1995).

Ética y profesión

De este modo, ¿cómo plantear una ética profesional desde estas premisas? Intentaré esbozar una respuesta de un modo sistemático, siguiendo un punto de partida propio de la ética general de las profesiones.


La ética general de las profesiones nos señala que el punto central en el que debemos enfocar nuestra atención es el del bien intrínseco de la profesión en cuestión. Me explico. El bien intrínseco del Derecho es el bien que está llamado a realizar y que plenifica a la persona: se trata de la justicia. O la justicia es la aspiración fundamental del Derecho, o el Derecho deja de ser lo que está llamado a ser: una realidad institucionalizada al servicio de la plenitud de la persona humana (por la centralidad humana que mencionábamos al inicio de esta comunicación). Del mismo modo, en la medicina, su bien intrínseco es la salud. No es la aplicación de procedimientos médicos o el uso de tecnologías de vanguardia: es la tutela de la salud de las personas, es decir, la realidad humana como referente profesional. Y así podríamos seguir con todas las profesiones.

De este modo, habría que afirmar que el primer paso para establecer seriamente una ética profesional es la definición del bien intrínseco que ha de tutelar.

Una vez definido
el bien intrínseco es necesario verificarlo contra una sana antropología: ¿realmente promueve la dignidad de la persona humana?, ¿realmente considera a la persona como central, poniendo toda la profesión al servicio de su plenitud?

Posteriormente habría que establecer, un tanto indicativamente, los valores fundamentales de la profesión: en un caso puede tratarse de la empatía (la psicología y la medicina, por ejemplo), en otro de la justicia (en el mismo caso del Derecho), en otros de la responsabilidad (como podría ser en la Ingeniería y la Administración), y u
n largo etcétera. Vale la pena señalar que no se trata de reducir a cada profesión a un solo valor, sino que podemos encontrar que en cada aspecto de la profesión hay valores aplicables a la misma.

A continuación, entramos en el terreno de la deontología profesional: el terreno del deber y las normas. La pregunta sería, ¿cuáles son los principales deberes, y por tanto las normas fundamentales de esta profesión? Lo que es cierto es que las normas particulares de una profesión no pueden ir en contra de las normas generales de la ética. Por tant
o, la atención profesional a un demandante no puede ir en contra de la verdad; la atención al interés del paciente no puede ir en contra de la vida; la importancia de cumplir cabalmente las exigencias de la empresa no puede ir en contra de la seguridad en una obra ingenieril, y así de este modo.

Finalmente, llegamos al terreno de los principios éticos. En la vida profesional, la casuística es terriblemente complicada. ¿Cómo decidir íntegramente según el bien en un contexto determinado? Los principios éticos son de gran ayuda pero, de nuevo, respetando la jerarquía de los elementos que in
tegran la ética: los principios nunca podrían justificar una acción en contra de la dignidad de la persona, o contraria a las aspiraciones propias de los valores de la profesión, ni mucho menos opuesta a las normas morales generales o específicas de la práctica profesional.

En definitiva, la ética profesional debe nutrirse de una sana ética, la cual tiene que referirse, esencialmente, a la persona en su concepción de ser digno y central, y estar al servicio de un proyecto de genuina realización y plenitud humana.

Violencia mediática




Con los elementos anteriores podemos plantear sólidamente una evaluación ética de la violencia mediática. Cuando los medios de comunicación nos ofrecen espectáculos violentos, representaciones que desprecian la vida humana, que convierten el rostro humano en el simple rostro del “enemigo”, ¿se está violando algún elemento de la ética?

Para hablar seriamente sobre la violencia mediática hemos debido recorrer todos los temas anteriores: la ética, los valores, las normas y los principios; finalmente, la ética profesional.

Digámoslo en términos del vocabulario hasta aquí elaborado: ¿cuál es el bien intrínseco que los medios de comunicación han de ofrecer a la comunidad humana? El bien intrínseco de los medios es la verdad. En efecto, los medios de comunicación han de dar a conocer la verdad. Han de ocuparse de la verdad como del mayor bien que están llamados a tutelar.

Ciertamente, los medios han de impulsar el crecimiento de la imaginación de su audiencia: en este sentido, no habría que pensar, fundamentalistamente, que sólo habría que referirse a lo objetivamente verdadero. Al contrario, habría que promover todo aquello que, en la verdad, promueve, como lo hemos dicho insistentemente hasta este punto, la dignidad y la centralidad de la persona humana.

Lamentablemente las profesiones han olvidado el bien intrínseco que están llamadas a tutelar, y lo mismo los medios. Hoy día los medios parecen someterse a la tiranía del índice de audiencia: importa más tener una audiencia cautiva que servir al bien integral de la persona humana. Por ello, la violencia, en sus diversas formas, aparece en los medios porque constituye un atractivo natural para las personas. La violencia nos horroriza, pero nos llama a contemplarla. La violencia es detestable, pero su contenido simbólico, al ser contemplada en cualquier medio, parece satisfacer una inclinación inscrita en el hombre.

Sin embargo, el problema es aún más profundo. La violencia mediática, la cosificación del hombre y la mujer, el desprecio por la vida, la creación de una visión del mundo basada no en la solidaridad y la fraternidad, sino en la competencia y el éxito a cualquier precio, modifican, decisivamente, las certezas de las personas. Estamos presenciando no solamente el desprecio de valores universales, sino su reflejo en la realidad de manera que la exaltación de antihéroes se convierten en modelo de vida para muchos, especialmente para los más vulnerables: los jóvenes.

La violencia mediática penetra en todas las dimensiones de nuestra vida: se hace presente en publicaciones vulgares que reducen a la persona a un objeto de consumo; se hace presente en música cuyo contenido desprecia la vida y hace de la existencia una lucha a muerte de unos con otros; aparece en el cine, la televisión, la radio, la publicidad y el entretenimiento. En última instancia, parece existir una carencia de creatividad que se resuelve en el recurso a todo aquello que está “prohibido”: la crueldad, el asesinato, la traición y la infidelidad; se utiliza como “atractivo” el desprecio por la familia, por los valores, por una vida entregada al servicio; se desprecia a Dios, a los ministros de culto y a las religiones.

Ciertamente, existen numerosas iniciativas en los medios que, con gran arrojo y creatividad, se centran en lo positivo y promueven modelos de vida valiosa. En cambio, los impulsores de la violencia mediática ponen de manifiesto no solamente su incapacidad de encontrar nuevas fórmulas de entretenimiento y comunicación sino, peor aún, promueven modelos de vida que, antropológica y éticamente, apuntan al fracaso de la existencia, a una vida frustrada por la esclavitud del erotismo, de la violencia, de un éxito inalcanzable que siempre está más allá del horizonte, detrás de nuevos productos, de nuevas marcas y de un modelo de vida que no satisface incluso a aquel que lo ha hecho propio.

En conclusión, la violencia mediática es una negación de lo humano y los resultados están a la vista: sociedades egoístas, proyectos de vida frustrados, falta de sentido de la vida. No es gratuito que grandes filósofos hablen hoy día de las “nuevas pobrezas”, siendo la principal de ellas la falta de sentido de la vida. Cuando los medios, con toda su capacidad de penetración, optan por la fórmula violenta, entonces es el hombre el que se pierde. En cambio, cuando en una estrategia de coherencia antropológica y ética los medios promueven la vida humana y los valores universales, con creatividad, entonces se logran grandes fenómenos mediáticos que permiten el florecimiento de la vida y lo que verdaderamente ennoblece la existencia humana.

Referencias

Cuervo, F. (1995). Principios morales de uso más frecuente. Madrid: Rialp.
Etxeberria, X. (2002a). ¿Cuáles son los elementos constitutivos de la ética? Temas básicos de ética. Bilbao: Desclée de Brouwer.
Etxeberria, X. (2002b). La ética como horizonte de plenitud. Temas básicos de ética. Bilbao: Desclée de Brouwer.
Etxeberria, X. (2002c). Temas básicos de ética. Bilbao: Desclée de Brouwer.
Guardini, R. (2002). Las condiciones antropológicas. Ética. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.
Hortal, A. (2004). Ética general de las profesiones. Bilbao: Desclée de Brouwer.
Ioannes Paulus PP. II (1993). Carta encíclica Veritatis Splendor. Ciudad del Vaticano: Librería Editrice Vaticana.
Rodríguez, A. (2006). Ética general. Pamplona: Ediciones Universidad de Navarra S. A

[1] En este planteamiento, me alejo de la propuesta de Augusto Hortal, notable pensador quien, sin embargo, ha hecho de la ética general de las profesiones una especie de metáfora principialista. Para Hortal, la ética general de las profesiones se construiría por la consideración de los cuatro principios de la bioética (propuesta por Childress), a saber: la autonomía, la beneficencia, la no-maleficencia y la justicia, cada uno de ellos particularmente integrado a un momento del actuar y el papel profesional (Hortal, 2004).
[2] En este sentido, son sumamente interesantes las profundas consideraciones de Romano Guardini, quien en su Ética (2002) presenta un capítulo completo sobre “las condiciones antropológicas” de esta disciplina.
[3] A este respecto convendría comparar los postulados, en muchos aspectos diversos y sin embargo complementarios, de Etxeberria (2002c) y, por ejemplo, de Rodríguez (2006) en su Ética general, quien dedica un capítulo completo a la recta razón, las virtudes y las normas.
[4] Cuando se consideran, por ejemplo, los derechos humanos como simples valores aspiracionales, entonces se convierten en realidades prescindibles. Cuando, en cambio, se les considera solamente como una normatividad impuesta por unos con una pretendida validez universal, entonces se descubre un cierto dominio injusto que exige una actitud crítica. Pero los derechos humanos no son ni lo uno ni lo otro. Los derechos humanos son modos de concretar las más altas aspiraciones valorales de la persona humana: el derecho a la seguridad, a la vida, a la familia, al matrimonio, al trabajo, a condiciones dignas de vida, a la justicia, a la participación política, etc. Todos estos derechos son realidades concretas, de contenido, normas, pero inspiradas en los más altos valores a los que tiende la persona humana. Las normas, como dijimos, son el contenido de los valores.
[5] La excelente exposición de este punto, no necesariamente desde una perspectiva teológica sino francamente filosófica, se encuentra en Juan Pablo II (1993).

Crédito de las Imágenes
- 1: stockxpert.
- 2: GettyImages, Lucas Racasse.
- 3: GettyImages, Doriano Solinas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy bien Carlos, interesante texto.
Va un saludo.
Edgar Morales